Sábado de sol primaveral afuera. Voy y vengo en este castigo
ingrato de limpiar la casa, como si fuera una penitencia semanal que los dioses
han dejado.
Escucho un par de niños gritar. Me distraigo al verlos por
la ventana en el patio de enfrente, corretearse alrededor de una casita de
madera.
Están solos.
Me ataca la nostalgia de algo que no logro descifrar.
El más pequeño corre veloz mientras el mayor, que no pasa de
los cinco años, intenta alcanzarlo. El sol golpea sobre sus rulos dorados
generando ese halo de eternidad. Tal vez, sea ese el origen de este sentimiento,
que me tiene expectante contra el vidrio.
En un tropezón traicionero, el menor cae, es atrapado y
metido violentamente debajo de la casita. Entre llantos y golpes esta siendo
enterrado, mientras la madre llega corriendo desde la cocina.
Desesperada toma al mayor por el brazo, alejándolo, arrancándolo
y rescata a la desconsolada víctima que genera diluvios de lágrimas y sirenas
de angustia.
¿Qué están haciendo? grita ella mirando al mayor. El niño
intenta una sonrisa sin justificativo, dejando pasar el momento.
Me aparto de la ventana corriendo la cortina a mis espaldas.
Conozco la respuesta. Sólo juegan a Abel y Caín.
También tuve un
hermano.
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